2006/01/11

Bostom: El atolladero de Eurabia inspira "soluciones" míticas (I)

[Agradecemos a Andrew G. Bostom su autorización para traducir al español y publicar íntegramente el artículo siguiente, cuya versión original se encuentra aquí. Dada la extensión del texto, lo publicamos en dos partes.]


El atolladero de Eurabia inspira “soluciones” míticas
Andrew G. Bostom

24 de noviembre de 2005

Al cabo de casi tres semanas seguidas de disturbios en Francia por obra de jóvenes en su mayoría musulmanes, la violencia ha descendido, aunque sea a un nivel inestable muy superior a la “cota base” de comienzos de octubre, antes del estallido de los sucesos (por ejemplo, en número de vehículos quemados por día: véase este gráfico).

Las exculpaciones dominantes respecto a estos desórdenes, emanadas de expertos de todos los colores políticos, niegan o trivializan el papel del islam. Por ejemplo, a pesar de que en el curso de la intifada francesa los alborotadores, musulmanes en su inmensa mayoría, han profanado o incendiado doce iglesias cristianas, esos actos de fanatismo apenas han sido recogidos por periodistas de investigación o blogueros, mientras que los comentaristas pontificantes los han silenciado totalmente.

Las valoraciones exculpatorias tampoco han mencionado la existencia de entidades islámicas tan influyentes y amenazadoras como la Liga Árabe Europea, un detestable grupo para el cual la asimilación de los musulmanes en el contexto europeo equivaldría a la violación, o el Consejo Europeo de Fetuas, presidido por el líder “espiritual” de los Hermanos Musulmanes, Yusuf al-Qaradawi, quien aprueba el terrorismo suicida contra civiles israelíes y ha declarado públicamente que “el islam conquistará Europa”.

También han estado ausentes de esos comentarios las alarmantes declaraciones hechas por líderes musulmanes europeos en el encuentro “Musulmanes en Europa”, que acompañó a la inauguración de la nueva mezquita de Granada el 10 de julio de 2003. El orador principal en aquel encuentro pretendidamente “ecuménico”, el dirigente musulmán español Umar Ibrahim Vadillo, exhortó a los musulmanes a procurar el hundimiento económico de las economías occidentales (mediante el abandono de las monedas occidentales y su sustitución por el dinar de oro), mientras que el dirigente musulmán alemán Abu Bakr Rieger instó a los asistentes a no adaptar sus prácticas religiosas islámicas para conciliarlas con los valores europeos (¿quería decir de la Ilustración occidental?).

Finalmente, ninguna de las crónicas exculpatorias se ha hecho eco, ni menos aún ha extraído consecuencias, de los preocupantes resultados de una encuesta llevada a cabo entre musulmanes británicos poco después de los atentados del pasado 7 de julio en Londres. Dicha encuesta reveló que uno de cada tres musulmanes británicos no tenía inconveniente en reconocer que “la sociedad ocidental es decadente e inmoral y (...) los musulmanes deberían acabar con ella”, expresando ostensiblemente su deseo de reemplazar la democracia liberal que hoy existe en Gran Bretaña por un modelo teocrático basado en la sharía.

El filósofo francés Alain Finkielkraut ha señalado con acierto que es una reductio ad absurdum visualizar la “dimensión social” de los disturbios de Francia de manera exclusiva (y obsesiva) como

una revuelta de jóvenes de los barrios periféricos contra su situación, contra la discriminación que padecen, contra el desempleo. El problema es que la mayoría de esos jóvenes son negros o árabes de identidad musulmana (...) en Francia viven también otros inmigrantes en situación difícil –chinos, vietnamitas, portugueses–, y no están participando en los disturbios. Está claro, por lo tanto, que esta revuelta tiene un carácter etnorreligioso.

A pesar de las notables observaciones de Finkielkraut, y otras de los pocos periodistas a los que atinadamente ha aplaudido Melanie Phillips por el mero hecho de tener “la cabeza vuelta hacia donde deben”, la propia Phillips ha alertado contra esa mentalidad dominante que pretende negar la verdad a base de vituperios y sustituir la realidad por fantasías.

Quizá haya sido Amir Taheri quien ha citado los ejemplos más inquietantes de esa proclividad al cultivo de fantasías tan ajenas a la historia como peligrosas. Hemos asistido a la resurrección de dos invenciones míticas de un supuesto régimen islámico “ecuménico” en Europa: el “paraíso andalusí” de la España musulmana y el antiguo sistema otomano del millet (referido sobre todo a Europa Oriental, y principalmente a los Balcanes). Cuenta Taheri que Gilles Kepel, actualmente consejero del presidente Chirac para asuntos islámicos (¡a pesar de haber sostenido antes del 11-S que el yihadismo estaba acabado en el conjunto de la umma musulmana!), ha recomendado la creación de una moderna Andalucía,

en la que cristianos y musulmanes vivirían juntos y cooperarían para crear una nueva síntesis cultural.

Desdichadamente es Taheri, y no Kepel, el consejero de Chirac, quien tiene la sensatez de plantearse la cuestión crítica del poder político soberano, preguntando: “(...) ¿quién gobernará esta nueva Andalucía, los musulmanes o los franceses mayoritariamente laicistas?”. Otros pensadores ofuscados “incluso están pidiendo que las zonas en donde los musulmanes constituyen la mayoría de la población se reorganicen según el sistema del millet del imperio otomano: cada comunidad religiosa (millet) disfrutaría del derecho a organizar su vida social, cultural y educativa con arreglo a sus creencias religiosas”, escribe Taheri.


La “síntesis cultural” andaluza y el “tolerante” sistema otomano del millet *

Andalucía sin camuflaje

La Península Ibérica fue conquistada entre el 710 y el 716 d.C. por tribus árabes que tenían su origen en el norte, centro y sur de Arabia. La conquista fue una yihad clásica, profusamente acompañada de actos de pillaje, esclavización, deportación y matanza. La mayoría de las iglesias quedaron convertidas en mezquitas. A continuación hubo un proceso masivo de inmigración y colonización árabe y beréber. Toledo, que había empezado sometiéndose a los árabes en el 711 o el 712, se rebeló en el 713; la ciudad fue castigada con el saqueo, y degollados todos sus notables. En el 730 fue asolada la Cerdaña (parte de la Septimania cercana a Barcelona) y quemado vivo un obispo. En las regiones donde se estabilizó el control islámico, los judíos y cristianos no convertidos al islam, los llamados dhimmíes, quedaron sojuzgados como en el resto de los territorios islámicos: se les prohibió edificar nuevas iglesias o sinagogas y restaurar las antiguas. Segregados en barrios especiales, tenían que vestir ropa distintiva. El campesinado cristiano, sometido a fuertes impuestos, formó una clase servil explotada por las elites árabes dominantes; muchos abandonaron las tierras y escaparon a las ciudades. Las peticiones de auxilio de los mozárabes (los dhimmíes cristianos) a los monarcas cristianos desataron severísimas represalias, con mutilaciones y crucifixiones. Además, bastaba con que un solo dhimmí dañara a un musulmán para que la comunidad entera perdiera su estatuto de protegida y quedara expuesta al expolio, la esclavización y la matanza arbitraria.

Al finalizar el siglo VIII, los gobernantes del norte de África y de Al-Andalus implantaron la rigurosa jurisprudencia malikí como escuela hegemónica del derecho musulmán. Como hace tres cuartos de siglo observara Evariste Lévi-Provençal:

El estado musulmán andalusí aparece así desde sus primeros orígenes como defensor y adalid de una celosa ortodoxia, cada vez más osificada en el respeto ciego a una doctrina rígida, que desconfiaba del más mínimo esfuerzo de especulación racional y lo condenaba de antemano.

Charles-Emmanuel Dufourcq da estos ejemplos ilustrativos de las consiguientes discriminaciones religiosas y legales que sufrían los dhimmíes, y los incentivos a convertirse al islam:

(...) la libertad de los “infieles” estaba constantemente amenazada. Sobre el dhimmí que no pagase la tasa de capitación podían caer todas las penas islámicas aplicables al deudor que no restituyera al acreedor; el infractor podía ser vendido como esclavo o incluso condenado a muerte. Y no sólo eso, sino que el impago del impuesto por uno o varios dhimmíes –sobre todo si era fraudulento– otorgaba a la autoridad musulmana poderes discrecionales para liquidar la autonomía de la comunidad a la que pertenecieran el o los culpables. En consecuencia, de un día al siguiente todos los cristianos de una ciudad podían perder su estatuto de pueblo protegido por culpa de uno solo de ellos. Todo podía ser revocado, incluida la libertad personal (...). El impago del tributo legal no era tampoco el único motivo de abrogación del estatuto de la “Gente del Libro”; otro era el “ultraje público a la fe musulmana”, por ejemplo dejar a la vista de los musulmanes una cruz, o vino, o incluso cerdos.

(...) convirtiéndose [al islam] ya no había por qué vivir confinado en un determinado distrito, ni ser víctima de medidas discriminatorias ni sufrir humillaciones (...). Además, toda la ley islámica tendía a favorecer las conversiones. Cuando un “infiel” se hacía musulmán, inmediatamente se beneficiaba de una amnistía completa de todos sus delitos pasados, aunque hubiera sido sentenciado a la pena capital, aunque fuera por haber insultado al Profeta o blasfemado contra la Palabra de Dios: la conversión le absolvía de todas sus faltas, de todos sus pecados anteriores. Resulta muy instructiva un dictamen dado por un muftí de Al-Andalus en el siglo IX: un dhimmí cristiano raptó y violó a una musulmana; habiendo sido prendido y condenado a muerte, al instante se convirtió al islam, y automáticamente fue perdonado, aunque se le obligó a casarse con la mujer y a aportarle una dote proporcionada a su posición social. El muftí consultado acerca del caso, tal vez por un hermano de la víctima, dictaminó que la decisión judicial era absolutamente conforme a derecho, pero especificó que si el converso no se hubiera hecho musulmán de buena fe, y en secreto siguiera siendo cristiano, entonces debería ser azotado y ejecutado por crucifixión (...).

Al-Andalus representó la tierra de yihad por excelencia. Cada año se lanzaban incursiones (o varias veces al año en forma de razzias “estacionales” [ghazwa]) a asolar los reinos cristianos del norte peninsular, la región vasca o Francia y el valle del Ródano, incursiones que volvían cargadas de botín y esclavos. Corsarios andalusíes atacaban e invadían las costas de Sicilia y de Italia, y hasta las islas del mar Egeo, saqueando e incendiando a su paso. Fueron muchos miles los cautivos no musulmanes deportados a Al-Andalus, donde el califa mantenía una milicia de decenas de miles de esclavos cristianos traídos de todas las partes de la Europa cristiana (los saqaliba), y un harén de cristianas capturadas.

La sociedad estaba nítidamente dividida por líneas de demarcación étnicas y religiosas, con las tribus árabes en la cima de la jerarquía, seguidas por los beréberes, a quienes nunca se reconoció como iguales a pesar de su islamización. Más abajo estaban los conversos o muladíes, y en lo ínfimo de la escala los dhimmíes cristianos y judíos. Hacia el año 1100, el jurista malikí andaluz Ibn Abdun (m. 1134) daba estos reveladores dictámenes en relación con los judíos y cristianos de Sevilla:

No se debe consentir que ningún (...) judío ni cristiano lleve atuendo de persona honorable, ni de jurista, ni de hombre pudiente; por el contrario, deben ser detestados y rehuidos. Está prohibido [saludarlos] con la [expresión] “La paz sea contigo”. Pues en efecto, “El Demonio se ha apoderado de ellos y les ha hecho olvidarse del recuerdo de Dios. Ésos son el partido del Demonio. Y ¿no son los del partido del Demonio los que pierden?” (Corán 58:19 [trad. esp. de Cortés]). Debe imponérseles una señal distintiva para poderlos reconocer, y será para ellos una forma de oprobio.

Otro destacado jurisconsulto andaluz, Ibn Hazm de Córdoba (m. 1064), escribió que si Alá había dispuesto que los infieles poseyeran bienes era únicamente para proveer de botín a los musulmanes.

En Granada los visires judíos Samuel Ibn Nagrila y su hijo José, que protegieron a la comunidad judía, murieron asesinados entre 1056 y 1066, y su muerte fue seguida de la aniquilación de la población judía a manos de los musulmanes del lugar. Se calcula que hasta cinco mil judíos perecieron en el pogrom musulmán que acompañó al asesinato de 1066. Esa cifra iguala o supera a la de judíos presuntamente asesinados por los cruzados en su pillaje de la Renania unos treinta años después, al comienzo de la Primera Cruzada. Es probable que al pogrom de Granada incitara, entre otras cosas, la acerba oda antijudía de Abu Ishaq, célebre jurista y poeta musulmán de la época, que había escrito:

Abajadlos a su sitio y que vuelvan a lo más abyecto. Antes erraban harapientos, cubiertos de desprecio, humillación y desdén. Revolvían en los estercoleros buscando un trapo sucio para sudario con que enterrarse (...). No penséis que matarlos sea traición; traición sería dejar que se burlen. [El traductor resume a continuación: “Los judíos han quebrantado su pacto (es decir, se han propasado, en alusión al Pacto de Omar) y la compunción estaría fuera de lugar”.]

Las políticas discriminatorias de los musulmanes beréberes almorávides (llegados a España en 1086), y posteriormente las de los todavía más fanatizados y violentos musulmanes beréberes almohades (llegados a España en 1146-1147), mermaron rápidamente las comunidades preislámicas de cristianos ibéricos (mozárabes), poniéndolas al borde de la extinción. La actitud de los almorávides hacia los mozárabes queda bien reflejada en las tres expulsiones sucesivas de éstos a Marruecos, en 1106, 1126 y 1138. Los mozárabes oprimidos mandaron emisarios al rey de Aragón Alfonso I el Batallador (1104-1134), pidiendo que acudiera en su auxilio y los liberase de los almorávides. Tras la campaña que el rey de Aragón libró en Andalucía en 1125-1126 en respuesta a las súplicas de los mozárabes de Granada, éstos fueron deportados en masa a Marruecos en el otoño de 1126.

Los almohades (1130-1232) hicieron tremendos estragos en las poblaciones judía y cristiana de España y el norte de África. Su vandalismo –matanzas, cautiverios y conversiones forzosas– está descrito por el cronista judío Abraham Ibn Daud y el poeta Abraham Ibn Ezra. Desconfiando de la sinceridad de los judíos convertidos al islam, “inquisidores” musulmanes (es decir, adelantados en tres siglos a sus homólogos cristianos españoles) separaban a los niños de esas familias y los confiaban a educadores musulmanes. El famoso filósofo y médico Maimónides experimentó las persecuciones almohades, y tuvo que huir de Córdoba con toda su familia en 1148, para residir temporalmente en Fez (haciéndose pasar por musulmán) antes de encontrar asilo en el Egipto fatimí. Es un hecho que, a pesar de la frecuencia con que se cita a Maimónides como parangón de las cimas que pudo alcanzar la cultura judía gracias al gobierno ilustrado de Al-Andalus, sus propias palabras echan por tierra esa visión utópica del trato que dispensaban los musulmanes a los judíos:

(...) los árabes nos han perseguido con severidad, y han promulgado legislación funesta y discriminatoria contra nosotros (...). Nunca hubo nación que nos acosara, degradara, rebajara ni odiara como ellos (...).


[El artículo de Bostom continúa en el post siguiente.]

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