2006/01/11

Bostom: El atolladero de Eurabia inspira "soluciones" míticas (y II)

[Damos a continuación la segunda y última parte del artículo de Andrew G. Bostom:]

El “tolerante” sistema del millet – de yihad otomana a dhimmitud otomana

También el erudito turco Halil Inalcik, estudioso contemporáneo de la historia otomana, ha subrayado la importancia del celo religioso musulmán, expresado a través de la yihad, como motivación primaria de las conquistas de los turcos otomanos:

El ideal de la ghazwa o Guerra Santa fue un factor importante en la fundación y el desarrollo del estado otomano. La sociedad de los principados fronterizos se conformó a un particular patrón cultural imbuido del ideal de la Guerra Santa continua y la continua expansión del Dar ul Islam, de las tierras del islam, hasta que cubrieran el mundo entero.

Alentadas por teólogos musulmanes piadosos, aquellas ghazi fueron la vanguardia de las conquistas yihadistas tanto selyúcidas como otomanas. A. E. Vacalopoulos pone de relieve el papel de los derviches durante las campañas otomanas:

(...) derviches fanáticos y otros líderes musulmanes devotos (...) trabajaban constantemente por la diseminación del islam. Venían haciéndolo desde los albores del estado otomano, y habían desempeñado un importante papel en la consolidación y extensión del islam. Estos derviches fueron particularmente activos en las regiones despobladas de las fronteras orientales. Allí se establecían con sus familias, atraían a otros colonos, y de ese modo pasaban a ser los virtuales fundadores de nuevos centros de población, cuyos habitantes invariablemente mostraban las mismas cualidades de hondo fervor religioso. Desde aquellos lugares los derviches o sus agentes partían a alistarse en nuevas empresas militares por la extensión del estado islámico. A cambio el estado les concedía tierra y privilegios en condiciones generosas, sin otras exigencias que las de cultivar la tierra y asegurar las comunicaciones.

La islamización de Asia Menor se complementó con campañas paralelas y subsiguientes de la yihad otomana en los Balcanes. Vacalopoulos, comentando las primeras incursiones otomanas en Tracia a mediados del siglo XIV, y Dimitar Angelov, dentro de una visión general que destaca las campañas posteriores de Murat II (1421-1451) y Mehmet II (1451-1481), ilustran el impacto de la yihad otomana en las poblaciones balcánicas vencidas:

Desde el principio de la ofensiva turca [en Tracia] bajo Suleiman [hijo del sultán Orján], los turcos trataron de consolidar su posición mediante la imposición forzosa del islamismo. Si hemos de creer a [el historiador otomano] Sukrullah, los que se negaban a abrazar la fe mahometana eran pasados a cuchillo, y esclavizadas sus familias. “Allí donde había campanas”, escribe el mismo autor [esto es, Sukrullah], “Suleiman las hizo pedazos y las echó al fuego. Allí donde había iglesias las destruyó o las convirtió en mezquitas. De ese modo, en vez de campanas pasó a haber muecines. Dondequiera que todavía se encontraran infieles cristianos, se impuso vasallaje a sus dirigentes. Al menos en público ya no pudieron decir “kyrie eleison”, sino “No hay otro dios que Alá”; y allí donde antes sus plegarias iban dirigidas a Cristo, a partir de entonces lo fueron a “Mahoma, el profeta de Alá”.

(...) la conquista de la Península Balcánica completada por los turcos en un par de siglos causó una destrucción incalculable de bienes materiales, innumerables matanzas, la esclavización y el exilio de una gran parte de la población; en suma, un declive general y prolongado de la productividad, como fuera el caso de Asia Menor después de ser ocupada por los mismos invasores. Ese declive de la productividad es tanto más llamativo si se recuerda que a mediados del siglo XIV, cuando los otomanos sentaron sus primeras bases en la península, los estados allí existentes –Bizancio, Bulgaria y Serbia– habían alcanzado ya un nivel bastante alto de desarrollo económico y cultural. (...) Las campañas de Murat II (1421-1451), y sobre todo las de su sucesor, Mehmet II (1451-1481), en Serbia, Bosnia, Albania y el principado bizantino del Peloponeso, fueron particularmente devastadoras. Durante la campaña que los turcos libraron en Serbia en 1455-1456, Belgrado, Novo-Bardo y otras ciudades fueron en gran parte arrasadas. La invasión turca de Albania en el verano de 1459 causó enormes estragos. Según la crónica que escribió de ella Kritobulos, los invasores destruyeron la totalidad de la cosecha y arrasaron las ciudades fortificadas que habían capturado. El país se vio afligido por nuevas devastaciones cuando en 1466 los albaneses, tras una resistencia heroica, tuvieron que replegarse a las regiones más inaccesibles para continuar desde allí la lucha. También fueron muchas las ciudades reducidas a ruinas en el curso de la campaña que Mehmet II dirigió en 1463 contra Bosnia, entre ellas Yaytzé, la capital del reino. (...) Pero fue el Peloponeso el más quebrantado por las invasiones turcas. En 1446 lo tomaron los ejércitos de Murat II, que destruyeron gran número de lugares e hicieron miles de prisioneros. Doce años después, en el verano de 1458, la Península Balcánica fue invadida por un enorme ejército turco bajo el mando de Mehmet II y su lugarteniente Mahmud Bajá. Corinto cayó tras cuatro meses de asedio; sus murallas fueron arrasadas, y destruidos muchos edificios que el sultán consideró inútiles. La descripción que hace Kritobulos de las campañas otomanas revela claramente la enorme destrucción perpetrada por los invasores en estas regiones. Dos años más tarde irrumpió un nuevo ejército turco en el Peloponeso; esta vez fueron asoladas Gardiki y otras localidades. Finalmente, en 1464 la saña destructora de los invasores se abatió por tercera vez sobre el Peloponeso. Fue entonces cuando los otomanos presentaron batalla a los venecianos y demolieron la ciudad de Argos hasta los cimientos.

A la hora de examinar qué trato recibieron las poblaciones no musulmanas vencidas por la yihad otomana resulta útil empezar por los judíos, la población menos numerosa, y de la que además es creencia extendida que tuvo una experiencia bastante positiva. Joseph Hacker estudió la suerte de los judíos durante su absorción inicial en el imperio otomano en los siglos XV y XVI. Su investigación pone en entredicho la idea acrítica de que la “experiencia judía” en el imperio otomano fuera desde el principio “tranquila, pacífica y fructífera”. Señala Hacker:

(...) A mi juicio esta tesis establecida de la continuidad de buenas relaciones entre los otomanos y los judíos durante el siglo XV debe ser modificada a la luz de las nuevas investigaciones y fuentes manuscritas.

Los judíos, como otros habitantes del imperio bizantino, pagaron un alto precio por las conquistas de la yihad otomana y las políticas de colonización y deportación de poblaciones (el sistema del surgun). Se explica así la desaparición de varias comunidades hebraicas, entre ellas la de Salónica, y su refundación por judíos inmigrantes de España. Hacker señala concretamente:

(...) Tenemos cartas escritas sobre las vicisitudes de los judíos que vivieron una u otra de las conquistas otomanas. En una de tales cartas, anterior a 1470, se describe la suerte de uno de esos judíos y su comunidad; según esa descripción, escrita en Rodas y enviada a Creta, el destino de los judíos no fue distinto del de los cristianos. Muchos perdieron la vida; otros fueron hechos cautivos; y los niños fueron [esclavizados, convertidos a la fuerza al islam y] entregados al devshirme (...). Hay cartas que refieren el traslado de los judíos cautivos a Estambul y están llenas de animadversión hacia los otomanos. Conocemos asimismo la suerte de un médico y homilista judío de Veroia (Kara-Ferya) que huyó a Negroponte cuando su comunidad fue condenada al exilio en 1455; él nos dejó una descripción de los desterrados y de su traslado forzoso a Estambul. Más adelante lo encontramos en la misma Estambul, donde en 1468 expresó abiertamente su animosidad contra los otomanos en una homilía. También está documentado que los judíos de Constantinopla no salieron indemnes de la conquista de la ciudad, y que varios fueron vendidos como esclavos.

Hacker expone sucintamente tres conclusiones: 1) En algunos círculos judeo-bizantinos prevaleció una fuerte animadversión hacia los otomanos en las décadas siguientes a la caída de Constantinopla, animadversión expresada abiertamente por quienes vivían bajo régimen latino, y hasta cierto punto incluso en Estambul. 2) Las políticas de Mehmet II respecto a los no musulmanes hicieron posible un sustancial desarrollo económico y social de las comunidades judías en el imperio, y especialmente en la capital, Estambul. Mehmet II las protegió frente al odio popular, y particularmente frente a los libelos de sangre. Pero esa política no halló continuador en Bayaceto II, bajo cuyo régimen hay indicios de que los judíos sufrieron graves restricciones en su vida religiosa. 3) Las políticas amistosas de Mehmet por una parte, y la buena acogida dispensada por Bayaceto II a la judería española por otra, hicieron que los autores judíos del siglo XVI pasaran por alto tanto la destrucción sufrida por la judería bizantina durante las conquistas otomanas como los subsiguientes rebrotes de opresión bajo Bayaceto II y Selim I.

Ivo Andric analizó la condición de raya (“rebaño” o “apacentar un rebaño”) o dhimmitud impuesta a la población cristiana autóctona de Bosnia durante cuatro siglos. Los cristianos nativos que se negaron a apostatar al islam quedaron sujetos al Kanun-i-Rayah otomano, que no hacía sino reiterar los preceptos básicos de la dhimmitud formulados originalmente por juristas y teólogos musulmanes de los siglos VII y VIII. La exposición de Andric pasa revista a

un caudal de pruebas irrefutables de que los principales puntos del Kanun, los que más incidían en la vida moral y económica de los cristianos, se mantuvieron plenamente vigentes hasta el final de la dominación turca y mientras los turcos pudieron aplicarlos (...) [por ello] era inevitable que los rayas decayeran a un status económicamente inferior y dependiente.

Andric cita un proverbio de los bosnios musulmanes y una canción de alabanza a Bayaceto II, que coinciden en reflejar actitudes musulmanas hacia los raya cristianos:

[proverbio] “El raya es como la hierba, que por mucho que la siegues vuelve a salir.”

[canción] “Después que quebraste los cuernos de Bosnia / segaste lo que no se dejaba podar, / y perdonaste sólo a la chusma / para que alguien nos sirviera / y gimiera ante la cruz.”

Esas condiciones generales de discriminación se exacerbaron cada vez que Bosnia sirvió de campo de batalla o zona de acantonamiento durante dos siglos de razzias otomanas y campañas organizadas de yihad contra Hungría. Agobiados por los impuestos excesivos y el trabajo forzoso,

(...) los cristianos empezaron, por consiguiente, a abandonar las casas y los campos que poseían en terreno llano y a lo largo de los caminos, replegándose a las montañas. Y a medida que se iban trasladando a tierras cada vez más altas e inaccesibles, los musulmanes ocupaban los lugares que les habían pertenecido.

Por su parte, los cristianos de las ciudades soportaban las trabas que el régimen del raya ponía a la actividad mercantil de los no musulmanes:

Desde el principio el islam excluyó del sistema productivo y comercial actividades tales como la producción de vino, la cría de cerdos y la venta de productos porcinos. Pero a los cristianos bosnios se les prohibía también ser guarnicioneros, curtidores o cereros, así como traficar en miel, mantequilla y otros artículos. En todo el país el único día de mercado legal era el domingo. Deliberadamente se puso así a los cristianos en el dilema de incumplir los preceptos de su religión al mantener abiertas sus tiendas y trabajar en domingo, o retirarse del mercado con el consiguiente perjuicio material. Todavía en 1850 encontramos a Jukic, en sus “Deseos y ruegos”, suplicando a “su Gracia Imperial” que se derogue la norma de ser el domingo el día de mercado.

Sobre los cristianos pesaba asimismo una carga tributaria desproporcionada en relación con la de los musulmanes, incluida la tasa de capitación intencionadamente degradante.

Esa tasa debía pagarla todo varón no musulmán mayor de catorce años, a razón de un ducado anual. Pero como en Turquía nunca había existido un registro de nacimientos, el funcionario encargado de cobrarla tomaba las medidas de cabeza y cuello de cada muchacho con un cordel, y de ahí juzgaba si había llegado a la edad de tributar o no. Empezando como un abuso que pronto pasó a ser hábito extendido y finalmente costumbre arraigada, en el último siglo de la dominación turca todos los muchachos sin distinción tuvieron que pagar la tasa. Y parece que ese abuso no era el único. De Alí Bajá Stocevic, que en la primera mitad del siglo XIX fue visir y prácticamente señor absoluto de Herzegovina, su contemporáneo el monje Prokopije Cokorilo escribió que “cobraba el impuesto de los muertos hasta seis años después del fallecimiento”, y que sus recaudadores “pasaban la mano por el vientre de las mujeres embarazadas y les decían: ‘Se nota que va a ser niño, así que paga la tasa ya”. Hay un dicho popular bosnio que revela cómo se cobraban los impuestos: “Está gordo como si viniera de recaudar impuestos en Bosnia”.

Las cláusulas específicas del Kanun-i-Rayah que prohibían a los rayas montar en caballo ensillado, llevar sable o arma de otra clase dentro o fuera de casa, vender vino, dejarse crecer el pelo o vestir faja ancha se cumplieron rigurosamente hasta mediado el siglo XIX. En 1794 Hussamudin Bajá dictó una ordenanza que prescribía el color exacto y el tipo de prendas que debían vestir los raya bosnios. Los barberos tenían prohibido afeitar a musulmanes con las mismas cuchillas que a cristianos. Incluso en los baños era preceptivo marcar las toallas y los albornoces de los cristianos, para no lavarlos juntamente con los de los musulmanes. Por lo menos hasta 1850, y en algunas partes de Bosnia hasta bien entrada la década de 1860, el cristiano que se cruzara en el camino con un musulmán tenía que desmontar de su caballería (sin silla) y retirarse a la cuneta hasta que el musulmán hubiera pasado.

Señala Andric que el símbolo más llamativo y sonoro del cristianismo, las campanas de las iglesias, fue siempre objeto de la vigilancia atenta y reprobatoria de los turcos, y que “allí donde alcanzaban sus invasiones, abajo iban las campanas, para ser destruidas o fundidas para hacer cañones”. Como era de prever:

Hasta la segunda mitad del siglo XIX “nadie en Bosnia pudo pensar siquiera en tener campanas ni campanarios”. Hubo que esperar a 1860 para que un sacerdote de Sarajevo, Fra Grgo Martic, consiguiera permiso de Topal Osmán Bajá para poner una campana en la iglesia de Kresevo. Permiso otorgado, de todos modos, sólo bajo la condición de que “al principio se tañera la campana débilmente, para que los turcos pudieran ir acostumbrándose poco a poco”. Y aun así, todavía en 1875 los musulmanes de Kresevo se quejaban a Sarajevo de que “oídos turcos y toque de campanas no pueden coexistir en un mismo lugar y tiempo”, y las musulmanas golpeaban sus cacerolas de cobre para ahogar el sonido (...) el 30 de abril de 1872 también la nueva iglesia ortodoxa serbia estrenó una campana. Pero dado que los (...) musulmanes habían amenazado con disturbios, hubo que llamar al ejército para que la ceremonia se desarrollara sin incidentes.

La imposición de ese tipo de restricciones, observa Andric, no se limitaba a las ceremonias eclesiásticas, según refleja un aviso de la iglesia ortodoxa serbia de Sarajevo que en 1794 exhortaba a los cristianos a no

(...) cantar cuando (...) salieran de excursión, ni en sus casas, ni en otros lugares. El dicho “No cantes muy fuerte que este pueblo es turco” testifica elocuentemente de que ese aspecto del Kanun [-i-Rayah] se aplicaba tanto fuera como dentro de la vida eclesial.

Y Andric concluye:

(...) para sus súbditos cristianos, su hegemonía [la de los turcos otomanos] brutalizó las costumbres y significó un retroceso en todos los aspectos.

El cónsul británico en Esmirna Paul Ricaut viajó extensamente por el imperio otomano a mediados del siglo XVII y fue un agudo observador de su ambiente sociopolítico. En 1679 (es decir, antes de que los otomanos fueran rechazados en Viena en septiembre de 1683; véase lo que decimos más adelante sobre la “tolerancia” otomana), Ricaut publicó estas importantes observaciones: 1) muchos cristianos eran desalojados de sus iglesias, que los turcos otomanos convertían en mezquitas; 2) los “Misterios del Altar” se escondían en bóvedas y sepulcros subterráneos cuya cubierta apenas sobresaliera del suelo; 3) por miedo a la hostilidad y la opresión turca, los sacerdotes cristianos, particularmente en las regiones orientales de Asia Menor, tenían que rodearse de grandes precauciones y oficiar con disimulo en privado; 4) comprensiblemente, muchos cristianos apostataban al islam para librarse de aquel régimen.

El fenómeno de la conversión forzosa, incluidas las conversiones en masa por decreto, perduró durante todo el siglo XVI, como refiere Constantelos en su análisis del neomartirio en el imperio otomano:

(...) están documentadas conversiones forzosas en masa bajo los califatos de Selim I (1512-1520), (...) Selim II (1566-1574) y Murad III (1574-1595). Con ocasión de algún aniversario, por ejemplo el de la toma de una ciudad, o de una fiesta nacional, se obligaba a muchos rayas a apostatar. El día de la circuncisión de Mohammed III se obligó a grandes números de cristianos (albaneses, griegos, eslavos) a abrazar el islam.

Repasando el martirologio de cristianos victimizados por los otomanos entre la conquista de Constantinopla (1453) y las fases finales de la guerra de la independencia griega (1828), Constantelos escribe:

(...) los turcos otomanos condenaron a muerte a once patriarcas ecuménicos de Constantinopla, casi un centenar de obispos y varios millares de sacerdotes, diáconos y monjes. Es imposible determinar con certeza a cuántos clérigos se obligó a apostatar.

Pero los casos más mundanos que Constantelos pone como ejemplo son igualmente ilustrativos de la penosa situación de los cristianos bajo el poder otomano, hasta 1867 por lo menos:

A algunos se les acusaba de ultrajar la fe musulmana o arrojar algo contra el muro de una mezquita. Otros eran acusados de hacer insinuaciones sexuales a turcos, otros de declarar en público “Voy a hacerme musulmán” sin tener esa intención.

Constantelos concluye:

La historia de los neomártires indica que en el imperio otomano no hubo libertad de conciencia, y que el estado nunca cejó en la persecución religiosa. La justicia dependía del capricho de los jueces y de la plebe, y se administraba con una doble vara de medir, indulgente para los musulmanes y severa para los cristianos y otros. La idea de que los otomanos practicaron una política de tolerancia religiosa para favorecer la fusión de los turcos con las poblaciones conquistadas no tiene fundamento en los hechos.

Los expertos que siguen sosteniendo la rosácea leyenda de la “tolerancia” otomana, la idea de una “tolerancia sin problemas, fundada en la presunción no sólo de una religión superior, sino también de un poder superior”, que, según nos cuentan, habría persistido en el imperio otomano hasta el final del siglo XVII (es decir, después de la derrota de los turcos frente a Viena en 1683), deben dar respuesta a ciertas preguntas básicas. ¿Por qué el tan brutal sistema otomano del devshirme o jenízaros, que desde mediados o finales del siglo XIV hasta comienzos del XVIII esclavizó y convirtió por la fuerza al islam a entre medio millón y un millón de muchachos no musulmanes (principalmente cristianos de los Balcanes), se ha presentado exclusivamente como una forma benigna de promoción social, envidiada por las familias otomanas que “no podían aspirar a ella” por ser musulmanas? Por ejemplo:

El papel que desempeñaron los muchachos cristianos de los Balcanes reclutados para el servicio otomano a través del devshirme es bien conocido. Fueron incontables los que ingresaron en el aparato militar y burocrático otomano, que durante algún tiempo vino a estar dominado por aquellos nuevos reclutas en el estado otomano y la fe musulmana. Ese ascendiente de los europeos balcánicos en la estructura de poder otomana no pasó inadvertido, y hubo muchas quejas procedentes de otros elementos, a veces de los esclavos caucasianos que eran sus principales competidores, y más ruidosas de los musulmanes viejos y libres, que se sentían preteridos por la preferencia mostrada hacia los esclavos recién convertidos. Los especialistas que han llevado a cabo estudios serios y minuciosos del sistema del devshirme o jenízaros no comparten esas visiones hagiográficas de aquella institución otomana. De Speros Vryonis, Jr., por ejemplo, son estas observaciones, deliberadamente moderadas pero oportunas:

(...) al tratar del devshirme estamos hablando de la gran cantidad de cristianos que, a pesar de las ventajas materiales que ofrecía la conversión al islam, prefirieron seguir perteneciendo a una sociedad religiosa a la que se le negaba la ciudadanía de primera clase. Por consiguiente, la tesis que proponen algunos historiadores, en el sentido de que los cristianos agradecían el devshirme porque abría maravillosas oportunidades para sus hijos, no casa con el hecho de que esos cristianos no hubieran querido hacerse musulmanes en primera instancia, sino seguir siendo cristianos (...) hay abundantes testimonios de la muy activa repugnancia con que veían partir a sus hijos. Y no otra cosa era de esperar, dada la fuerza de los lazos familiares y dado también el fuerte apego al cristianismo de quienes no habían apostatado al islam (...). En primer lugar los otomanos capitalizaban el temor general de los cristianos a perder a sus hijos, y ofrecían exenciones del devshirme como moneda de cambio a la hora de negociar la rendición de tierras cristianas. Tales exenciones formaron parte de las condiciones de capitulación concedidas a Jannina, Galata, la Morea, Quíos, etc. (...) También hubo cristianos que por desempeñar actividades especializadas que eran importantes para el estado otomano se vieron eximidos del tributo de sus hijos, en reconocimiento de la importancia de sus quehaceres para el imperio (...). La exención de este tributo se consideraba un privilegio, no una pena (...).

(...) hay otros documentos que evidencian de manera mucho más explícita su repugnancia [la de los cristianos]. Incluyen una serie de documentos otomanos referentes a situaciones específicas en las que los propios devshirmes han escapado de los funcionarios encargados de ir a buscarlos (...). Un firman (...) de 1601 [sobre el devshirme] faculta a los funcionarios [otomanos] para aplicar severas medidas coercitivas, lo que indica que no todos los padres se avenían a desprenderse de sus hijos:

“(...) para dar ejecución a lo que ordena la conocida y santa fetua de Seyhul [Sheikh]-Islam. De conformidad con esto, cuando alguno de los padres infieles o cualquier otro opusiere resistencia a la entrega de su hijo para los Jenízaros, sea inmediatamente ahorcado del marco de su puerta, teniéndose su sangre por indigna.”

Vasiliki Papoulia pone de relieve la oposición continua y desesperada, a menudo violenta, de las poblaciones cristianas a esta leva otomana impuesta por la fuerza:

Es evidente que la población soportaba muy mal (...) esta medida [y la leva] sólo podía hacerse por la fuerza. Quienes se negaban a entregar a sus hijos –los más sanos, los más apuestos y los más inteligentes- eran ahorcados directamente. A pesar de ello, conocemos ejemplos de resistencia armada. En 1565 hubo una rebelión en el Epiro y Albania. La población dio muerte a los oficiales de reclutamiento, y para sofocar la revuelta el sultán tuvo que enviar a quinientos jenízaros en apoyo del sanjak-bey local. Gracias a los archivos históricos de Yerroia estamos mejor informados sobre el levantamiento de Naousa en 1705, cuyos habitantes mataron al Silahdar Ahmed Celebi y sus auxiliares y huyeron a las montañas en rebeldía. Algunos fueron más tarde apresados y ejecutados.

Ante la imposibilidad de escapar [a la leva], la población recurría a diversos subterfugios. Algunos se iban del pueblo a ciertas ciudades que estaban exentas de la leva de niños, o migraban a territorio veneciano. El resultado fue una despoblación del campo. Otros casaban a sus hijos a edad temprana. (...) Nicephorus Angelus (...) afirma que en ocasiones los muchachos huían por propia iniciativa, pero al saber que las autoridades habían detenido a sus padres y los torturaban hasta morir volvían y se entregaban. La Giulletiere cita el caso de un joven ateniense que salió de su escondite para salvar la vida de su padre, y después prefirió morir antes que renunciar a su fe. Según el testimonio de fuentes turcas, hubo incluso padres que consiguieron raptar a sus hijos una vez reclutados. Lo más eficaz para sustraerse a la leva era el soborno. Que estaba muy extendido se deduce de las fuertes sumas que el sultán confiscaba de funcionarios (...) corruptos. Finalmente, había padres desesperados que hasta apelaban al Papa y a las potencias occidentales en demanda de auxilio.

Papoulia acaba diciendo:

(...) no cabe duda de que este oneroso tributo fue una de las tribulaciones más amargas de la población cristiana.

¿Por qué las reformas del Tanzimat, encaminadas a derogar la versión otomana del sistema de dhimmitud, hubieron de ser impuestas por las potencias europeas mediante tratados, en forma de “capitulaciones” subsiguientes a derrotas militares de los turcos, y por qué ni siquiera esas reformas tuvieron aplicación efectiva desde 1839 hasta el hundimiento del imperio otomano tras la Primera Guerra Mundial?

Edouard Engelhardt hizo estas observaciones a partir de su detallado análisis del período del Tanzimat, señalando que pasado un cuarto de siglo desde la guerra de Crimea (1853-1856), y tras la segunda instauración de reformas del Tanzimat, persistían los mismos problemas: “La sociedad musulmana todavía no se ha desprendido de los prejuicios que mantienen a los pueblos conquistados en un estado de subordinación (...) el raya [dhimmí] sigue siendo inferior al osmanlí; la realidad es que no ha sido rehabilitado; el fanatismo de los primeros tiempos no ha disminuido (...) [hasta los musulmanes liberales han rechazado] la igualdad civil y política, esto es, la asimilación de los conquistados a los conquistadores”.

En la década de 1860 los cónsules británicos delegados a lo largo y ancho del imperio otomano llevaron a cabo un examen sistemático de la situación de los raya cristianos, que proporcionó una importante cantidad de testimonios documentales de primera mano. Gran Bretaña era entonces el aliado más poderoso de Turquía, y convenía a sus intereses estratégicos que cesara la opresión de los cristianos, con miras a evitar una intervención armada de Rusia o de Austria. El 22 de julio de 1860 el cónsul James Zohrab remitió un largo informe desde Sarajevo a su embajador en Constantinopla, sir Henry Bulwer, donde analizaba la administración de las provincias de Bosnia y Herzegovina con posterioridad a las reformas del Tanzimat de 1856. Refiriéndose a los intentos de reforma decía Zohrab:

Puedo afirmar sin temor a equivocarme que el Hatti-humayoun prácticamente ha quedado en letra muerta (...) si bien es cierto que no llega a autorizar que se trate a los cristianos como se los trataba antes, sigue siendo intolerable e injusto en la medida en que permite que los musulmanes los expolien con exacciones onerosas. El encarcelamiento por acusaciones falsas es el pan de todos los días. Un cristiano tiene muy pocas posibilidades de demostrar su inocencia cuando su contrario es musulmán (...). Por regla general, se sigue rechazando el testimonio de cristianos (...). Ahora los cristianos pueden poseer bienes raíces, pero los obstáculos que encuentran si tratan de adquirirlos son tantos y tan vejatorios que hasta la fecha muy pocos se han atrevido a arrostrarlos (...). Siendo ésta, en términos generales, la conducta que sigue el Gobierno hacia los cristianos en la capital (Sarajevo) de la provincia donde residen los Agentes Consulares de las distintas Potencias y pueden ejercer algún control, es fácil imaginar lo que sufren los cristianos de los distritos más apartados, gobernados por Mudires [gobernadores] generalmente fanáticos e ignorantes de [las nuevas reformas de] la ley.

En todo el imperio otomano, particularmente en los Balcanes y más tarde en la propia Anatolia, el intento de emancipación de las poblaciones dhimmíes provocó respuestas violentas y sanguinarias contra aquellos “infieles” que osaban reivindicar la igualdad con los musulmanes locales. Las matanzas de los búlgaros (en 1876) y las masacres más extensas de los armenios (1894-1896), que habían de culminar en un auténtico genocidio yihadista contra los armenios durante la Primera Guerra Mundial, compendian esas tendencias. Para hacer efectiva la derogación de las leyes de dhimmitud fue necesario desmantelar el imperio otomano, como finalmente se hizo tras las guerras de independencia de los Balcanes y durante el período del Mandato europeo que siguió a la Primera Guerra Mundial.


Conclusiones

Escribiendo en 1978, Dufourcq (m. 1982), uno de los más eminentes estudiosos del islam europeo, temía (ya entonces) que el revisionismo histórico y cultural del innegable pasado de yihad en la Edad Media de Europa occidental pudiera precipitar una repetición de

(...) el cataclismo ocasionado en nuestro continente [es decir, en Europa] por la penetración islámica hace más de un milenio.

Es una ironía amarga y trágica que los mitos fundacionales del ecumenismo “simbiótico” andalusí y la “tolerancia” otomana, que fueron centrales en la génesis de la patología eurábiga que actualmente se manifiesta en Europa, se invoquen ahora también como fantasías redentoras, a raíz de los disturbios de Francia. Negando toda etiología islámica en los graves problemas que afronta Europa, se engendra así más islam como la “solución”, y se acelera la marcha aparentemente inevitable de Europa hacia la islamización completa, con la implantación de la sharía.

(* Esta sección está tomada de Andrew G. Bostom, The Legacy of Jihad, Prometheus Books, Amherst, 2005, pp. 56-75.)

[Andrew G. Bostom es autor del libro recientemente publicado The Legacy of Jihad:
www.andrewbostom.org ]

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